John Fowles
Había una vez un joven príncipe que creía en todas las cosas menos en tres. No creía en las princesas, no creía en las islas y no creía en Dios. Su padre, el rey, le dijo que nada de eso existía. Y como no había en los dominios de su padre princesas ni islas, ni tampoco señal alguna de Dios, el joven príncipe creyó lo que su padre le decía.
Pero un día el príncipe se escapó del palacio. Y llegó al país vecino. Allí se quedó asombrado al ver islas por todas partes. Y, en esas islas, extrañas criaturas a las que no se atrevió a dar nombre. Cuando buscaba un barco, un hombre vestido de etiqueta se le acercó y el príncipe le preguntó:
-Eso que hay allí, ¿son islas de verdad?
-Claro que son islas de verdad -dijo el hombre del traje de etiqueta.
-¿Y qué son esas extrañas y turbadoras criaturas?
-Son todas ellas princesas auténticas.
-Entonces ¡también Dios existe! -exclamó el príncipe.
-Yo soy Dios -replicó el hombre vestido de etiqueta, haciéndole una reverencia.
El joven príncipe volvió a su país lo antes que pudo.
-De modo que has regresado… -le dijo su padre, el rey.
-He visto islas. He visto princesas. Y he visto a Dios – le dijo el príncipe en son de reproche.
El rey permaneció en calma.
-No existen islas de verdad, ni princesas de verdad, ni ningún Dios de verdad.
-¡Yo lo he visto!
-Dime cómo iba vestido Dios.
-Dios iba vestido con traje de etiqueta.
-¿Te fijaste si llevaba arremangado el saco?
El príncipe recordó que, efectivamente, así era. El rey sonrió.
-Ese es el vestido de los magos. Te han engañado.
Entonces el príncipe volvió al país vecino, fue a la misma playa y encontró una vez más al hombre que iba vestido de etiqueta.
-Mi padre, el rey, me ha dicho -dijo el joven príncipe indignado- quién es usted en realidad. La otra vez me engañó, pero no volverá a hacerlo. Ahora sé que esas no son islas de verdad ni princesas de verdad, porque usted es un mago.
El hombre de la playa sonrió.
-Eres tú, muchacho, quien está engañado. En el reino de tu padre hay muchas islas y muchas princesas. Pero como estás sometido al hechizo de tu padre, no puedes verlas.
El príncipe regresó pensativo a su país. Cuando vio a su padre, le miró a los ojos.
-Padre, ¿es cierto que no eres un rey de verdad, sino un simple mago?
El rey sonrió y se arremangó el saco.
-Sí, hijo mío, no soy más que un simple mago.
-Entonces, el hombre de la playa era Dios?
-El hombre de la playa es otro mago.
-Tengo que saber la verdad auténtica, la que está más allá de toda magia.
-No hay ninguna verdad más allá de la magia -dijo el rey.
El príncipe quedó muy triste.
-Me mataré -dijo.
El rey hizo que, por arte de magia, apareciese la Muerte. La Muerte se plantó en el umbral y llamó al príncipe. El príncipe se estremeció. Recordó entonces las bellas pero irreales islas, y las bellas pero irreales princesas.
-Muy bien -dijo-. Puedo soportarlo.
Lo ves, hijo -dijo el rey-. También tú empiezas a ser mago
Pero un día el príncipe se escapó del palacio. Y llegó al país vecino. Allí se quedó asombrado al ver islas por todas partes. Y, en esas islas, extrañas criaturas a las que no se atrevió a dar nombre. Cuando buscaba un barco, un hombre vestido de etiqueta se le acercó y el príncipe le preguntó:
-Eso que hay allí, ¿son islas de verdad?
-Claro que son islas de verdad -dijo el hombre del traje de etiqueta.
-¿Y qué son esas extrañas y turbadoras criaturas?
-Son todas ellas princesas auténticas.
-Entonces ¡también Dios existe! -exclamó el príncipe.
-Yo soy Dios -replicó el hombre vestido de etiqueta, haciéndole una reverencia.
El joven príncipe volvió a su país lo antes que pudo.
-De modo que has regresado… -le dijo su padre, el rey.
-He visto islas. He visto princesas. Y he visto a Dios – le dijo el príncipe en son de reproche.
El rey permaneció en calma.
-No existen islas de verdad, ni princesas de verdad, ni ningún Dios de verdad.
-¡Yo lo he visto!
-Dime cómo iba vestido Dios.
-Dios iba vestido con traje de etiqueta.
-¿Te fijaste si llevaba arremangado el saco?
El príncipe recordó que, efectivamente, así era. El rey sonrió.
-Ese es el vestido de los magos. Te han engañado.
Entonces el príncipe volvió al país vecino, fue a la misma playa y encontró una vez más al hombre que iba vestido de etiqueta.
-Mi padre, el rey, me ha dicho -dijo el joven príncipe indignado- quién es usted en realidad. La otra vez me engañó, pero no volverá a hacerlo. Ahora sé que esas no son islas de verdad ni princesas de verdad, porque usted es un mago.
El hombre de la playa sonrió.
-Eres tú, muchacho, quien está engañado. En el reino de tu padre hay muchas islas y muchas princesas. Pero como estás sometido al hechizo de tu padre, no puedes verlas.
El príncipe regresó pensativo a su país. Cuando vio a su padre, le miró a los ojos.
-Padre, ¿es cierto que no eres un rey de verdad, sino un simple mago?
El rey sonrió y se arremangó el saco.
-Sí, hijo mío, no soy más que un simple mago.
-Entonces, el hombre de la playa era Dios?
-El hombre de la playa es otro mago.
-Tengo que saber la verdad auténtica, la que está más allá de toda magia.
-No hay ninguna verdad más allá de la magia -dijo el rey.
El príncipe quedó muy triste.
-Me mataré -dijo.
El rey hizo que, por arte de magia, apareciese la Muerte. La Muerte se plantó en el umbral y llamó al príncipe. El príncipe se estremeció. Recordó entonces las bellas pero irreales islas, y las bellas pero irreales princesas.
-Muy bien -dijo-. Puedo soportarlo.
Lo ves, hijo -dijo el rey-. También tú empiezas a ser mago
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