Prólogo y disculpa
No voy a contar mi vida de muchacho y mi adolescencia punto por punto, tilde por tilde. ¿Qué importan y qué podrían decir los títulos de mis libros primeros, la relación de mis artículos agraces, los pasos que di en tales redacciones o mis andanzas primitivas a caza de editores? Yo no quiero ser dogmático y hierático: y para lograr que caiga sobre el papel, y el lector la reciba, una sensación ondulante, flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré entre mis recuerdos algunas notas vivaces e inconexas –como lo es la realidad,– y con ellas saldré del grave aprieto y pintaré mejor mi carácter, que no con una seca y odiosa ringla de fechas y de títulos.
Y sea el lector bondadoso, que a la postre todos hemos sido muchachos, y estas liviandades de la mocedad no son sino prólogo ineludible de otras hazañas más fructuosas y trascendentales que realizamos –¡si las realizamos!–en el apogeo de nuestra vida.
Mi madre
Yo me veo en casa, metido en un ancho cuarto, sentado sobre un arcaz de pino, calladito, con los pies colgando, mirando cómo mi madre va arreglando la ropa blanca. De trecho en trecho, en la ancha estantería, penden unos cartelitos que indican lo que en aquella parte de la tabla está colocado; uno dice: «Almohadas sueltas y sábanas de la cama pequeñita»; otro reza: «Sábanas de cama mediana, bordadas»; otro: «Cubiertas»; otro: «Ropa de campo». Mi madre va removiendo los rimeros y espantando las terribles polillas; luego abre las grandes arcas y va sacando de ellas trajes antiguos de seda, que crujen dulcemente, manguitos en pequeños cilindros verdes, un miriñaque, una caja vieja, de la que extrae una mantilla negra.
Cuando mi madre ha tomado en sus manos blancas esta mantilla, yo he visto que se quedaba un momento pensativa: esta mantilla es la de su boda. Y yo he sentido que una vaga tristeza –la tristeza de lo pasado– velaba sus hermosos ojos anchos y azules...
Mi primera obra literaria
Esto no lo recuerdo bien: yo hice un discurso. Tengo una idea confusa: no quiero arreglar nada. Me place dejar estas sensaciones que bullen en mi memoria, tal como yo las siento, caóticas, indefinidas, como a través de una gasa, allá en la lejanía...
Yo hice un pequeño discurso; es decir, lo escribí en un cuadernito, con mucho cuidado, con esa meticulosidad forzuda que ponen los niños –inclinándose violentamente, apretando los labios– en sus empeños.
Y este discurso, recuerdo que cuando llegó la ocasión –no sé qué ocasión– yo me levanté y lo leí ante la concurrencia silenciosa. Sí recuerdo que fue en el largo comedor, con mesas de mármol corridas, con sus ventanas que daban a la huerta, con sus parrales, y por las que se veía, cerca, una redonda higuera verdeja. Y ya no puedo recordar, por más esfuerzos que hago, lo que decía en mi pequeña alocución; cuando la acabo de leer, los buenos escolapios que presiden la mesa callan gravemente. Y –cosa rara; es decir, no, no, cosa muy natural– sí que tengo muy vivo, muy presente, muy entero, el gesto benévolo y las frases lisonjeras de uno de ellos...
Este escolapio tan afable, ¿presentía mi vocación? Yo no sé: tal vez me veía en el Congreso pronunciando discursos terribles; tal vez me consideraba en una cátedra. diciendo cosas estupendas. Pero sus presentimientos no se han cumplido. Y yo, cuando paso por delante del Congreso, bajo la cabeza tristemente y pienso en esta horrible paradoja de mi vida: en haber comenzado haciendo un discurso a los ocho años, para acabar siendo un pobre hombre que no ha podido lograr un acta de diputado.
Mi filosofía de «las cosas»
¿Qué son las cosas? En los bazares, en las ferias de los pueblos, en los pequeños comercios obscuros de estos percoceros que hacen silenciosos delicadas bujerías de plata, yo he sentido siempre una inquietud extraña. Todas estas cosas que están inmóviles en las vitrinas, van a partir hacia la vida: ¿cuál será su rumbo por el mundo? Todas estas cosas inertes bajo los cristales, van a acompañarnos en nuestras alegrías y en nuestros dolores. Su misión es muy alta: ellas son las obradoras de nuestros destinos inciertos. Un mueble, un objeto anodino, una baratija que vemos todos los días y a todas horas, encierran tanta vida como nosotros mismos. Yo creo que el alma del Universo, esta alma profunda y poderosa, tiene sus irradiaciones en las cosas. Tenedlo bien presente: no hay ninguna cosa vulgar, como no hay ningún ser despreciable.
Todas las cosa llevan un reflejo del alma universal: amaréis los viejos muebles que reposan en las estancias seculares, las cornucopias, los bernegales con orlas de oro, los relojes de caja con la esfera de metal grabado; pero yo os aseguro que lo que causa en mí una impresión honda, una impresión de angustia, son todas estas cosas anodinas, estas cosas baratas, estas cosas feas –los jarrones, las polveras, los portarretratos, los barómetros, los despertadores– que viven en las casas de los pueblos, sobre las cómodas, en las rinconeras, una vida de vulgaridad y de hastío.
La rareza de mi carácter
Cuando la dueña de la casa me ha dicho: «Deje usted el sombrero», yo he sentido una impresión tremenda. ¿Dónde lo dejo? ¿Cómo lo dejo? Yo estoy sentado en una butaca, violentamente, en el borde; tengo el bastón entre las piernas, y sobre las rodillas el sombrero. ¿Cómo lo dejo? ¿Dónde? En las paredes de la sala veo cuadros con flores que ha pintado la hija de la casa; en el techo están figuradas unas nubes azules, y entre ellas revolotean cuatro o seis golondrinas. Yo me muevo un poco en la butaca, y contesto a una observación de la señora, diciendo que, efectivamente, «este año hace mucho calor». Luego, durante una breve pausa, examino los muebles. Y ahora sí que experimento una emoción terrible: estos muebles nuevos, llamativos, puestos simétricamente (o lo que es más enorme, en una desimetría estudiada); estos muebles de los bazares y de las tiendas frívolas, yo no quisiera tener que echarles encima el peso de mi crítica. ¿Qué voy a decir de estas abrumadoras sillitas dobles, de respaldo invertido, pintadas de blanco perla y que no pueden faltar en las casas elegantes? ¿Qué voy a pensar de los jarrones que hay sobre la consola y de las figuritas de porcelana? El señor de la casa rompe el breve silencio, y me pregunta qué me parece la última crisis; yo me agarro a sus palabras como un náufrago, para salir de este conflicto interior que me atosiga; pero veo que no sé qué opinión dar sobre la última crisis.
Entonces se hace otro largo silencio: repaso mientras tanto el puño de mi bastón... Al fin, la señora dice una frivolidad, y yo contesto con otro monosílabo.
¿Para qué haré yo visitas? No, no, yo tengo muy presentes estas sensaciones de muchacho, y por eso no he querido nunca hacer visitas; a mí no se me ocurre nada en estas salas en que hay golondrinas pintadas en el techo, ni sé qué contestarles a estos señores. Por eso ellos, cuando les dicen que yo tengo mucho talento, asienten discretamente, pero mueven la cabeza y añaden: «Sí, si, pero es un hombre raro.»
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