domingo, 12 de febrero de 2012

Hay lugares que buscas


El olor de Dios

La Biblioteca Vaticana, que custodia más de millón y medio de volúmenes, ha comenzado a agrietarse, abrumada por el ingente peso de su tesoro. Creada en el siglo IV, la Biblioteca Vaticana alberga decenas de miles de códices en los que se compendia la memoria del hombre: dos mil años de sabiduría acumulada que constituyen el auténtico genoma de la Humanidad. Porque, por mucho que algunos se empeñen, somos mucho más que meras agregaciones de ADN; somos, sobre todo, un afán nunca saciado de sabiduría, codicioso de misterio, sediento de belleza. Somos criaturas en busca de su Creador que dejan en su peregrinaje testimonios incesantes de su pesquisa. Hace un par de años visité los depósitos de la Biblioteca Vaticana, por empeño José Martínez Gil, de un fraile hospitalario bullicioso y cordial. Nos acompañaba en la visita monseñor Raffaele Farina, prefecto de la Biblioteca, un salesiano enjuto, de mirada monástica, como lavada por millonarias sabidurías. Mientras recorríamos las galerías atestadas de volúmenes, embalsamadas por ese silencio rumoroso que desprenden los libros, ese silencio elocuente de los templos que no han sido nunca profanados, tuve la sensación de estar caminando por el Paraíso; fue apenas un segundo lo que duró la ilusión, pero en esa fracción minutísima de tiempo se contenía una felicidad del tamaño del universo, una felicidad apretada como un diamante, intrépida como el mismo sol. Enaltecido por esa felicidad que nunca había experimentado hasta entonces, le pedí a monseñor Farina que me dejase tomar entre las manos uno de aquellos volúmenes encuadernados en pergamino que se alineaban en los anaqueles. Monseñor Farina sonrió aquiescente; en su mirada monástica se copiaba mi felicidad. Extraje con reverencia y temblor uno de aquellos volúmenes, crujiente de humedad y de siglos, y lo abrí al azar; deslicé la mirada sobre las columnas manuscritas, de una caligrafía que parecía labrada por un orfebre, y aspiré su olor, que era a la vez viejísimo y recién estrenado, un olor de pan candeal y también de reliquia, nutritivo y reparador, un olor que todavía recupero cuando cierro los ojos y pienso en mi vida futura. Tal vez sea el olor de Dios. 

Juan Manuel de Prada, XL Semanal, 15 de Julio de 2007

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