sábado, 20 de octubre de 2012

Estar descalzo

Rene Magritte  (1898-1967)

En torno a unos zapatos

La primera vez que supe que sería mortal como mi padre, como aquellos zapatos negros en una bolsa de plástico, como el cubo de agua donde entraba y salía la fregona que restregaba el pasillo del hospital, yo tenía poco más de 20 años. Era joven, viejísimo. Por primera vez supe, mientras las estelas de claridad iban borrándose del suelo, que la salud es una película muy fina, un hilo de humedad que se evapora con el pasar de los pasos. Ninguno de esos pasos eran los de mi padre.

Mi padre siempre había caminado de manera extraña, muy veloz y al mismo tiempo torpe. Cuando iniciaba sus caminatas, uno nunca sabía si iba a tropezarse o echar a correr. A mí me gustaban esos andares. Sus pies planos y duros se parecían al suelo que pisaba, al suelo del que huía.

Los pies planos de mi padre ahora eran cuatro, se habían repartido en dos lugares distintos: en la camilla del quirófano (unidos por los talones, ligeramente abiertos, evocando una irónica V de victoria) y dentro de aquella bolsa de plástico (a modo de recuerdo en sus zapatos, imponiendo su molde al cuero). La enfermera me la entregó como se entregan unos desperdicios. Me quedé mirando el suelo con la bolsa entre las piernas, atendiendo al tablero cambiante de las baldosas, tratando de entender qué había que entender en todo eso.

Me quedé sentado ahí, frente a las puertas del quirófano, esperando noticias o temiendo las noticias, hasta que abrí la bolsa y saqué los zapatos de mi padre. Me levanté y los puse en el centro del pasillo, como un obstáculo o una frontera o un accidente geográfico. Los posé cuidadosamente, procurando no alterar sus bultos originales, la protuberancia de los huesos, su forma ausente. Al rato una enfermera apareció, atravesó el pasillo, eludió los zapatos y siguió de largo. El suelo resplandecía. Entonces la limpieza me dio miedo. Me pareció una enfermedad, una impecable bacteria. Me agaché. Avancé a gatas, sintiendo el roce, el daño en las rodillas. Y guardé los zapatos en la bolsa. Apreté el nudo lo más fuerte que pude.

Ese día mi padre se salvó por la punta de un dedo. Pero aquellos zapatos los conservo en casa y, de vez en cuando, me los pruebo. Cada día me quedan mejor.
Fragmento extraído del cuento, Estar descalzo de ANDRÉS NEUMAN 

http://elpais.com/diario/2011/07/30/revistaverano/1311976804_850215.html

2 comentarios:

  1. Esta historia me recordó un par de episodios muy tristes como la cercanía de la muerte, enfermedades, en fin, circunstancias tan naturales, pero que siempre parece que sólo deben ocurrirle a los demás.
    La vida es un regalo de Dios, pero sin duda es muy frágil. De todos modos vale la pena celebrarla.

    Querida amiga, gracias por compartir este relato.

    ¡Un abrazo muy grande!

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    Respuestas
    1. Tu ya lo sabes. Lo importante es Intentar compartir cada día lo que nos conmueve. Procuro hacerlo siempre desde la ternura
      Me atraparon las palabras de este joven escritor, cuando casualmente leí este artículo sobre él:

      "Cuando Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) tenía 20 años, su padre estuvo a punto de morir. O eso creyó él. En el hospital incluso llegaron a entregarle una bolsa de basura con sus zapatos. Años después, la experiencia se transformaría en cuento, Estar descalzo. Quienes hayan leído su libro Hacerse el muerto (Páginas de Espuma, 2011) lo recordarán. Al tiempo, murió su madre. Y Neuman ingresó en lo que él llama “un club de gente herida”. “Conecté con la multitud, bastante silenciosa, de personas que habían pasado por algo parecido; un club casi tan grande como la humanidad entera".

      Aquí nos encontraremos. Un abrazo muy grande querida Clarissa.

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