martes, 2 de abril de 2013

El misterio de la belleza


Albert Lynch 1851-1912

Qué manera de estar allí, de pie, mirándome, con ese ligero y blanco vestido mañanero; qué poética y garbosa aparece su distinguida figura; no es demasiado alta, pero tampoco es baja, y la cabeza, más que estrictamente hermosa, es atractiva y picante –en el sentido en que se usaba esa palabra en la época de las marquesas francesas-, y al mismo tiempo encantadora. Qué suavidad, qué cautivadora arrogancia rodea esa boca carnosa y no demasiado pequeña. Su tez es tan infinitamente delicada, que por doquiera se traslucen las venas azuladas, incluso a través de la muselina que cubre el brazo y los senos. Y el rojo cabello –sí, es rojo, no rubio ni dorado-, que manera tan formidable de ensortijarse, de qué modo demoníaco y delicioso a la vez juguetea alrededor de su nuca. Sus ojos se clavan en mi como dos rayos verdes –sí, son verdes esos ojos, de una violencia indescriptible-, son verdes, pero de un verde similar al de las piedras preciosas, como los profundos e insondables lagos de montaña.

LEOPOLD VON SACHER-MASOCH, La Venus de las pieles.

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